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lunes, octubre 14, 2024
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“Los otros nueve, ¿Dónde están?”

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I° lectura: 2Re 5,14-17; Salmo: 97; II° lectura: 2Tim 2,8-13; Evangelio: Luc 17,11-19

Diez leprosos piden a Jesús les cure y, una vez curados, Él les manda donde los sacerdotes quienes eran los encargados de constatar la curación y ofrecer al Señor el sacrificio prescrito por la Ley. Jesús cumple los mandamientos, nunca ha violado ni una sola norma, siendo fiel a cada obligación y presentándose como modelo de obediencia.

La lepra era una plaga social más que física, en cuanto excluía a quien la padecía considerándolo impuro. Nueve de los diez leprosos curados se muestran desagradecidos, aun habiendo sido librados de la enfermedad física, recuperando la dignidad pública, la aceptación social, la consideración de sus paisanos. Se fueron tranquilos, resueltos, gozosos del beneficio obtenido. Solo uno de ellos, un samaritano, da gracias a Dios por el prodigio de curación obtenido. Él tuvo la fuerza en el corazón más que en la ley, y viéndose curado, sintió un gran gozo por haber recobrado la vida, regresando hasta Jesús y reconociendo en Él no un curandero, sino el enviado, el Mesías, cumpliendo un acto de adoración que se debe solo a Dios.

No es extraño ver en la vida cotidiana esta actitud: se obtienen buenos resultados, se superan obstáculos, peligros, situaciones difíciles, y no se considera a quienes han ayudado a que esto sea una realidad. Pocas veces se piensa en demostrar reconocimiento y agradecer a quienes nos han dado la mano en un determinado objetivo o en alguna situación particular, obviamente con aquellas excepciones que dan un espacio a la esperanza.

Agradecer significa admitir haber recibido un beneficio del cual hemos sido participes. El leproso curado admite y reconoce la gratuidad del don de Dios, su inmerecida recompensa, su pequeñez ante su inmensidad, por lo que decir gracias es un acto de amor, sencillez y transparencia ante la misericordia de Dios.

La ingratitud es propia de quien, habiendo recibido un beneficio, piensa solamente gozar y vivir lo que recibió pero en sentido único, olvidando el hecho de agradecer. Ingratitud es alejarse del prójimo que nos ha apenas ayudado para concentrarse solo en sí mismo. Reconocer en cambio es el valor más alto de la estima, del agradecimiento y del amor a Dios.

Quien agradece a Dios es realmente un hombre de Fe y ese sentido de agradecimiento debe ser una constante experiencia de nuestra relación con Dios, considerando que cada gesto de agradecimiento es manifestación de Dios en el prójimo. Esto nos debe llevar a ver en el otro el rostro de Cristo y su presencia en medio de nosotros. Es por ello que nunca debemos cansarnos de dar gracias al autor de la vida en cada momento de nuestra existencia, siendo testigos del amor recibido como aquel leproso curado que regreso a decirle a Jesús: GRACIAS.

 

MARÍA SANTÍSIMA, MADRE DEL AGRADECIMIENTO

Con su SI, nuestra Madre del Cielo, nos enseña a que reconociendo la grandeza de Dios podemos decirle SI y hacer lo que El nos diga. Ella nos guía por el camino y nos acompaña en el itinerario de Fe al que todos estamos llamados a participar con sinceridad y convicción. Así sea.

 

José Lucio León Duque

Sacerdote de la Diócesis de San Cristóbal

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