Ser profesor es una bendición, al menos para mí, y creo que también lo es para muchos hombres y mujeres entregados, desde lo profundo del corazón, a este arte maravilloso de humanidad. Siempre lo he sentido así. Sin embargo, desde que entré en contacto con la memoria viva de la Madre Félix Torres, fundadora de la Compañía del Salvador y de los colegios Mater Salvatoris, no he hecho más que profundizar en otras dimensiones de esta bendición. Palpar su vida, sus escritos, pero muy especialmente su obra, han servido de faros luminosos que no permiten que se oscurezcan ni mi mente, ni mi corazón.
La dinámica de su vida está tejida por los latidos de un corazón enamorado. Un corazón enamorado y extraviado en otro corazón mayor. Toda ella fue, ese fue su empeño, ser respuesta al llamado de ese corazón que es Palabra y Misterio. Palabra que es amor. Misterio que es perfume, fragancia, aroma que entusiasma a volvernos, precisamente, un corazón que escucha con confianza, un corazón que se proyecta en ternura, pero sin erosionar la disciplina y la templanza. Un corazón que se transformó en “óleo y aromas que curen y alivien las heridas del cuerpo de mi Señor Crucificado”.
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Los colegios Mater Salvatoris son, en el fondo, la escuela del Resucitado. En alguna parte leí que no conocemos verdaderamente lo que es nuestro corazón hasta que el amor lo despierta. La Madre Félix es un claro ejemplo de muchas líneas maravillosas de las cartas de san Pablo, en especial aquella que dice: «vivo, pero ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Cristo vivía en ella, como vive en todos, pero ella fue consciente de ello y eso marca la diferencia. Ella fue consciente de ese amor que fue la semilla que dio vida a los colegios, cuyo nombre no podía ser otro que el de aquella mujer que tuvo en su vientre a aquel amor, pero que también lo alimentó, lo ayudó a dar sus primeros pasos, peinó sus cabellos y amamantó con devoción.
Los colegios Mater Salvatoris quieren ser una respuesta amorosa al mundo de hoy. Quieren ser testigos y testimonios de ese amor que venció a la muerte. Por ello, la Madre Félix buscó en el amor las bases que sostuvieran la existencia de los colegios. Lo advirtió Benedicto XVI al señalar que cuando los hombres son presas del amor, se abre para ellos otra dimensión del ser, una nueva grandeza y amplitud de la realidad, y esta les impulsa a expresarse de una nueva manera para construir una nueva vida.
Escribe San Agustín en su Sermón 130 sobre el milagro de los panes y los peces que “El que multiplicó los panes entre las manos de los repartidores es el mismo que multiplica las semillas que germinan en la tierra de modo que se siembran pocos granos y se llenan las trojes. Pero como esto lo hace cada año, nadie se admira. La admiración la excluye no la insignificancia del hecho, sino su repetición”. Aludo a estas líneas debido a que reflejan claramente el resultado de la obra de la Madre Félix. Ella fue una de las repartidoras de la semilla por medio de la cual Cristo, su Madre amorosa y su Iglesia quieren salvar más almas.
Hoy, el amor me conduce como niño confiado hasta el recuerdo de la Madre Félix. Quien, además, se ha transformado, no solo en apóstol de los detalles de Dios, sino en arquitecta de mi amor docente. Ella me guía en este camino que, en estos tiempos, se ha vuelto tan complejo. Una parte de ella descansa en Madrid. Otra parte lo hace en mi corazón y lo impulsa a mirar a Cristo, pero hay otra parte que no descansa, sino que se multiplica como aquellos panes y peces del Evangelio. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga