San Bernardino Albizzeschi nació en Massa Marittima, Italia, en 1380; donde su padre, que pertenecía a la noble familia sienesa de los Albizeschi, ejercía el cargo de gobernador. Bernardino quedó huérfano de padre y madre antes de cumplir los siete años. Una tía materna de Bernardino, junto con su hija, se encargó de su educación; ambas mujeres, que eran excelentes, le educaron piadosamente y le quisieron como a un hijo. A los once o doce años, Bernardino ingresó en una escuela de Siena, donde cursó brillantemente los estudios que hacían en aquella época los jóvenes de su posición. Bernardino era muy bien parecido y tan simpático, que todos estaban contentos en su compañía.
Pero no soportaba las blasfemias: en cuanto oía a cualquiera profanar el santo Nombre de Dios, se le encendían las mejillas y reprendía implacablemente al blasfemo. Cierta vez en la que un compañero suyo intentó inducirle al vicio, Bernardino le golpeó violentamente en el rostro; en otra ocasión semejante, incitó a sus compañeros a arrojar piedras y lodo al vicioso. Pero, fuera de aquellas ocasiones en que se indignaba, Bernardino era pacífico y bondadoso y, precisamente, durante toda su vida se distinguió por su afabilidad, paciencia y cortesía.
Cuando tenía 20 años, una gran peste golpeó la Toscana, región donde vivía. Él y sus amigos decidieron presentarse como ayudantes voluntarios en el hospital de la ciudad para atender a los enfermos. El santo, que asistía personalmente a los enfermos y los preparaba para la muerte, supervisaba también el trabajo de sus compañeros y miraba por el orden y la limpieza del hospital. Varios de sus compañeros murieron durante la epidemia; Bernardino escapó milagrosamente del contagio y retornó a su casa cuando desapareció el mal; pero estaba tan agotado, que una fiebre le clavó en el lecho durante varios meses.
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Cuando se rehizo, un deber de caridad le esperaba en el seno de su familia. Una tía suya, llamada Bartolomea, había perdido la vista y no podía levantarse de la cama. Bernardino se consagró a cuidarla con el mismo celo que a las víctimas de la epidemia. Catorce meses más tarde, Dios llamó a sí a la inválida, que murió en los brazos de su sobrino. Libre ya de todos los lazos terrenos, Bernardino se entregó a la oración y el ayuno para averiguar lo que Dios quería de él. Poco después tomó en Siena el hábito franciscano. Pero, como sus amigos y conocidos insistiesen en ir a visitarle al convento, el joven novicio recabó de sus superiores el permiso de retirarse al convento de Colombaio, en las afueras de la ciudad, donde se observaba la regla de San Francisco en todo su rigor.
Como propagador de la devoción al Santísimo Nombre de Jesús y la Eucaristía, solía portar una tablilla, a veces sostenida en el pecho, en la que se mostraba una hostia consagrada, de la que se despedían rayos de luz alrededor, y en cuyo centro podía verse el monograma IHS, que el santo ayudó a popularizar como símbolo de la Eucaristía.
Víctima de una serie de comentarios y rumores confusos, a San Bernardino le tocó vivir una difícil prueba: fue suspendido como predicador por el Papa Martín V. Providencialmente, la intervención de San Juan Capistrano, quien conocía de su virtud y abnegación, lo ayudó a arreglar dicha situación.
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San Bernardino de Siena fue también un gran reformador de la Orden franciscana y un destacado organizador. Con ingenio y confianza en la Providencia llegó a fundar más de 200 monasterios. En la madurez, fue convocado para ser obispo, pero el Papa lo tuvo que dispensar de tal encargo hasta en tres oportunidades, dado que Bernardino le rogó una y otra vez que lo dejara en la labor que más amaba: su humilde servicio como predicador.
Desempeñó su oficio con tal prudencia y tacto, que muchas comunidades de la rama conventual se adhirieron espontáneamente a la rama de la observancia. Los primeros observantes despreciaban la ciencia y las riquezas; pero san Bernardino, que no ignoraba los peligros de la incultura, especialmente en una época en que se solicitaba a los observantes para que actuasen como confesores, les impuso la obligación de seguir un curso regular de teología y derecho canónico. El santo poseía una cultura considerable, como se ve por los sermones latinos que compuso en Capriola y por el hecho de que, en el Concilio de Florencia, habló a los delegados griegos en su idioma.
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Por importante que fuese la tarea que se le había canfiado, san Bernardino añoraba el trabajo apostólico directo, que consideraba como su verdadera vocación. Finalmente, en 1442, obtuvo del Papa la autorización de renunciar al oficio de vicario general. Inmediatamente empezó a misioner en Romaña, Ferrara y Lombardía. El santo, cuya salud se había debilitado mucho, parecía un cadáver; sin embargo, el único lujo que se permitió fue el de emplear un borrico para sus viajes. En 1444, predicó en Massa Marittima durante cincuenta días consecutivos una misión cuaresmal para exhortar a sus compatriotas a conservar la paz en la ciudad. También aprovechó la ocasión para despedirse de su pueblo natal.
Aunque estaba ya moribundo, continuó su trabajo apostólico y emprendió un viaje a Nápoles, sin dejar de predicar en el camino. Al llegar a Aquila, estaba ya exhausto. Ahí murió en el claustro de los conventuales, el 20 de mayo de 1444, víspera de la Ascensión. Estaba a punto de cumplir sesenta y cuatro años, de los cuales había pasado cuarenta y dos en religión. Fue sepultado en Aquila, y Dios honró su tumba con numerosos milagros. Fue canonizado seis años después de su muerte.
Yoliana Pastran / Diario Católico