ANDREA TORNIELLI
Corría el año 1822, Edward Jenner, el padre de la inmunización moderna a través de la vacuna contra la viruela, aún vivía cuando en el Estado Pontificio guiado entonces por Pío VII se llevó a cabo una campaña de vacunación masiva, fuertemente impulsada y meticulosamente preparada por un decreto firmado por el cardenal secretario de Estado Ercole Consalvi. La de la Iglesia católica y la atención preventiva para evitar epidemias y pandemias es una alianza antigua: una mirada a la historia nos permite enmarcar mejor lo que el Papa Francisco dijo sobre las vacunas contra el Covid-19 y lo que puso en práctica al favorecer el acceso al suero a los pobres y a los sin techo. Las personas alineadas ordenadamente en el atrio del Aula Pablo VI, acompañadas por el Cardenal Limosnero Konrad Krajewski, acogidas personalmente por el Obispo de Roma y «gratificadas» también con un pequeño obsequio en forma de comida, no son en realidad una novedad.
El decreto de Consalvi
Entre finales del siglo XVIII y principios del XIX el crecimiento de la epidemia de viruela en Europa fue alarmante. En el centro de Italia se registró un pico en 1820. El Pontífice no se quedó mirando. El Cardenal Secretario de Estado de Pío VII, en la medida legislativa del 20 de junio de 1822, recientemente comentada por Marco Rapetti Arrigoni en breviarium.eu, preparó la campaña de vacunación habiendo el Papa «ordenado últimamente la inoculación de la vacuna contra la viruela en sus Estados». Es interesante leer al principio del documento estas palabras de actualidad dedicadas a la viruela que «socava maliciosamente al hombre desde el extremo de la vida […] y se ensaña con la especie humana casi para destruirla en su nacimiento». Este tristísimo pensamiento vivo y exacerbado por las repetidas masacres de la enfermedad debería haber persuadido a todas las personas a abrazar con el más vivo entusiasmo y practicar con igual gratitud la inoculación de la vacuna, método tan sencillo como eficaz para frenar la fuerza venenosa de la enfermedad. El «testo unico vaccinale» promulgado en los Estados Pontificios hace dos siglos define la vacuna como un don de Dios, un medio enérgico puesto por la divina Providencia a disposición del Amor Paternal en salvación de la prole en los albores de la vida cuando más ella forma objeto de sus afectuosos cuidados y, en aseguración de las esperanzas de la familia y de la patria. Sin embargo, incluso entonces, los prejuicios impedían salvar vidas humanas. «Pero no fue así -continúa el texto- Un prejuicio muy arraigado fue en algunos padres incluso más fuerte que el amor a la prole».
Campaña de vacunación y obligaciones de los médicos
Por orden del Papa Pío VII se creó, por tanto, una Comisión Central de Vacunación «para la propagación de la inoculación de la vacuna en toda la extensión de los Estados Pontificios», encargada de supervisar el trabajo de los médicos vacunadores «para la correcta ejecución de la inoculación de la vacuna» y estableció normas sobre el almacenamiento constante de un depósito de la vacuna tanto en Roma, como en todas las comisiones provinciales del Estado. También se creó un Consejo de Vacunación con funciones consultivas, cuyos miembros fueron elegidos entre los profesores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Roma y Bolonia. Se establecieron comisiones provinciales de vacunación en cada legación, dependientes de la Comisión Central y con poderes de dirección y supervisión, para asegurar la suficiente disponibilidad de vacunas «para hacerla distribuir gratuitamente a todos aquellos médicos y cirujanos, que la necesiten». Se prestó especial atención a los niños, y el decreto preveía una campaña de vacunación en los orfanatos. Los médicos debían ser o convertirse en expertos en vacunar y no había posibilidad de oposición o impericia, hasta el punto de que para ejercer en los Estados Pontificios era imprescindible certificar que eran capaces de vacunar según el método de Jenner: en los requisitos necesarios que deben presentar los médicos y cirujanos cuando aspiran a alguna conducta debe figurar un certificado de conocer y realizar todo lo relativo a la inoculación de la vacuna. «Sin dicho certificado no será posible obtener una conducta médica o quirúrgica».
Incentivos para la vacunación
Se llamó a la población a adherirse a la campaña de vacunación, dejando atrás miedos y prejuicios. Y en la legislación se especificaba que para obtener subsidios, beneficios o premios, era necesario adjuntar el «certificado que demuestre que el solicitante siendo padre de familia ha realizado la vacunación». Se censuraba la «conducta reprobable» de los «no vax» de la época, habiendo ellos rechazado «la vacunación para preservar a su prole y a los individuos de la familia que gobiernan». Y así, como consecuencia, perdían su lugar en la clasificación si habían pedido subsidios: «en paridad de méritos serán pospuestos a aquellos que la habrían praticado con diligencia, en objetos dependientes de la Soberana beneficencia».
León XII y Belli «no vax»
Pero el ambicioso programa de vacunación no llegó a despegar, debido a la dificultad de convencer a la población y superar los prejuicios. En septiembre de 1824 el sucesor del Papa Chiaramonti, León XII, con una circular suprimió la vacunación obligatoria establecida dos años antes, declarando que se podía vacunar, siempre gratuitamente, de forma voluntaria y opcional. Para saludar esta decisión con satisfacción un famoso «no vax», Giovanni Gioacchino Belli, en un soneto titulado «Er linnesto» escribió: «Sia bbenedetto li Papa Leoni/ e ssin che cce ne sò, Ddio li conzoli/ c’ha llibberato li nostri fijjoli/ da st’innoccolerie de vormijjoni./Vedi che bell’idee da framasoni /d’attaccajje pe fforza li vaglioli/ pe ffajje arisvejjà ll’infantijjoli!/ Iddio scià mmessa la Madre Natura/ su st’affari, coll’obbrigo prisciso/ de mannà cchi jje pare in zepportura./ Guarda mó, ccazzo!, pe ssarvajje er viso/ da du’ tarme, se leva a una cratura/ la sorte d’arrobbasse er paradiso”. Belli atribuía a los «masones» la idea de querer inocular el virus de la viruela y lamentaba el hecho de que la vacuna se apartara del papel encomendado por Dios a la madre naturaleza y quitara a una criatura «¡la fortuna de ganarse el Paraíso!
El sucesor de León, Gregorio XVI, dio un nuevo impulso a las campañas de vacunación, recuperando la mayor parte de la legislación de Pío VII y Consalvi y estableciendo en 1834 la Congregación especial de Sanidad. Fue el Papa Gregorio quien ordenó la vacunación obligatoria de los reclusos en las cárceles del Estado Pontificio.
Pío IX y los «due pauli»
Con la elección de Giovanni Maria Mastai Ferretti, el último Papa-rey, los esfuerzos de vacunación continuaron y se intensificaron las campañas para ofrecer cobertura antivacunas a los más pobres. Ante el recrudecimiento de la epidemia de viruela, en 1848 Pío IX promovió una campaña de vacunación con especial atención a los sectores más pobres de la población, implicando a las parroquias, a las que se pidió que facilitaran los nombres de los candidatos a la vacuna. El Papa Mastai, con la notificación fechada el 23 de abril, estableció también un pequeño premio en dinero -due pauli- para aquellos que, tras ser vacunados gratuitamente, volvieran ocho días después para que los médicos comprobaran el éxito de la vacunación.
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