Ferrater Mora asevera que la educación plantea regularmente dos tipos de problemas. Por un lado, de carácter técnico, refiriéndose con ello a las circunstancias procedimentales que nos piden estar atentos a las situaciones concretas y los medios que pueden emplearse en vista de ellos. Por otro lado, los problemas de carácter general conformados por los casos de sentido, los cuales exigen una profunda reflexión sobre los diversos fines en vista de los cuales se dirige el proceso educativo. Estos dos tipos de problemas no se excluyen. Uno implica al otro.
Ahora bien, uno de los aspectos que vinculan a estos dos problemas es el hecho de que están dispuestos para sacar de dentro del estudiante algo que definitivamente lo encamine hacia su plenitud como persona, puesto que, como aspiraba Comenio, a la felicidad y plenitud del hombre se llega por la educación. Para él, la educación tiene como fin, no la profesionalización, ni el conocimiento técnico o científico, importantes, claro está, sino la salvación, la felicidad eterna. Sin embargo, la felicidad y la desgracia del hombre son, en gran medida, obra de su propia mano.
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Dios nos ha brindado desde el principio de los tiempos “un corazón inteligente” (Eclo 17,5) lleno de ciencia e inteligencia, dándonos a conocer el bien y el mal (Eclo 17,6). Hizo al hombre a su propia imagen (Gen 1,26 – Eclo 17,3). Eso que hay en el corazón y que nos hace inteligentes es lo que debe salir para iniciar la dinámica social. Al ser el hombre imagen de Dios significa, entre otras cosas, que compartimos con Dios su esencia de “bondad plena” (Timeo de Platón) y su potencia creadora; es decir, el hombre, al ser creado por Dios, es creado creador.
En el Timeo, Platón desarrolla su mito de la formación del mundo. El mundo surge de la bondad de Dios. Él era el bien pleno, escribe el filósofo, pero lo que es bueno no tiene envidia de nada. Totalmente libre de tal pasión, quiso que todo se le pareciera en cuanto fuera posible. Sería lo más recto y oportuno prestar asentimiento a esta opinión que nos legaron hombres sobre el origen del devenir y de todo este conjunto mundano. Pero el detalle del demiurgo platónico, no estriba únicamente en que todo se le pareciera, sino que, además, prevaleciera el orden, puesto que “este estado era mejor que aquel primero [Caos] en que se encontraba”. Ese orden es la armonía.
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Esa armonía forma parte de la interioridad de cada ser humano, pero requiere de una mano que le oriente hacia el sentido y la sustancia que se manifiestan más allá de en la memoria, en la conducta (Montaigne). Esta armonía que alimenta el orden, abre los ojos a la belleza, hace “arder el corazón” (Lc 24,32). Armonía también revelada en el mito de Orfeo, que domeña a la naturaleza animada e inanimada con el poder de sus sones, y que Pitágoras y su escuela justificarán científicamente brindándole racionalidad a la armonía de toda la naturaleza que late en el fondo de aquel mito.
Pitágoras contempla los opuestos, tal como lo harán Anaximandro y Zaratustra, como fuerza creadora universal: la luz y las tinieblas, lo bueno y lo malo, es decir, la antítesis en sí misma concebida como característica constitutiva del mundo. Esta misma oposición se encuentra ahora en la serie de los números. Lo impar es símbolo de la constante limitación; lo par, divisible hasta el infinito, representará lo ilimitado. Entre ellos hay un puente: la armonía, la disposición de los números en forma que aparezca una relación determinada de unos con otros, es decir, el orden. Paz y bien.
Valmore Muñoz Arteaga