Desgraciadamente cada vez es más común saber de casos de suicidio. De hecho, durante la pandemia los suicidios en niños y menores aumentaron significativamente. Pese a ello, muchas personas se siguen preguntando: ¿A dónde van las almas de las personas que se suicidan? ¿Los suicidas van al infierno?
El suicidio da pena
-A usted sí se lo podemos decir, padre, ¡se suicidó!
Han venido a pedir una misa por un difunto y, después de la revelación de ese secreto que los llena de pena, se quedan esperando a ver si yo acepto o no celebrar la misa por su muertito.
¡Les daba pena decir que su ser querido se había suicidado! El suicidio es algo que se oculta.
La raíz de esta actitud la encontramos en la vocación a la vida de los católicos. Los mandamientos nos enseñan a amar la vida humana y a defenderla.
Para enseñarnos a respetar la propia vida, la Iglesia, hasta el nuevo Código de Derecho Canónico, legislaba sobre el suicidio privando de honras fúnebres públicas a aquellos que se suicidaban. Consideraba en ese tiempo que quitarse la vida a uno mismo era, prácticamente, una renuncia a la salvación. La misma prohibición de honras fúnebres públicas se daba para los duelistas que morían a consecuencias del duelo.
Estas normas tan severas de la Iglesia salvaron muchas vidas. “Yo no lo hice simplemente porque desde niño supe que estaba prohibido”, me comenta un hombre que alguna vez se vio tentado al suicidio.
Las normas han cambiado
En el nuevo Derecho Canónico ya no se menciona la pena contra los suicidas, y esto no se debe a que la Iglesia hoy permita el suicidio ya que el mandamiento de “no matarás” es permanente, pero el modo de ver las cosas ha cambiado.
El suicido es malo porque atenta contra la vida humana. Reviste especial maldad porque va contra el instinto de conservación que es primordial en los seres vivos. Es una ley interna que llevamos en los genes, “escrita en el corazón” sería el término bíblico.
Reviste también especial maldad porque es una renuncia a afrontar la responsabilidad de vivir, un acto provocado por el miedo a enfrentar la vida.
¡Qué fuerte ha de ser la presión externa que lleva a un individuo a ir contra el principio de conservación de la vida!
El suicido es provocado por una enfermedad
La Iglesia suprimió la pena de negar honras fúnebres a los suicidas por misericordia. Por comprender hoy de mejor manera que el suicida debió atravesar una situación de angustia tan fuerte que prevaleció sobre la razón y el mismo instinto. Los que atentan contra su vida no son dueños de sí mismos. Están “fuera de sí”, enajenados.
Cuando llevan a algún hospital a alguien que atenta contra su vida y logran salvarlo, los médicos exigen un tratamiento psiquiátrico.
La depresión no atendida es la causa de muchos suicidios.
Y la depresión es una enfermedad del cuerpo y de la mente.
Los familiares del suicida y su sufrimiento
Si ya de por sí la muerte de un ser querido causa dolor, la muerte por suicidio llena de especial dolor a sus familiares.
Cada uno de ellos se siente culpable de la muerte del ser querido. Cada uno de ellos piensa en lo que pudo haber hecho y no hizo para evitar que se matara. En lo que pudo haber hecho para causar la angustia o para no aliviar la angustia del difunto.
La muerte por suicido es algo que no alivia el tiempo, permanece en la memoria como una dolorosa llaga que perdura.
La celebración de la misa por un suicida tiene como finalidad no sólo el cumplir con la obra de misericordia de orar por nuestros muertos, sino también para consolar a los deudos con palabras y actitudes dictadas por la fe, la esperanza y la caridad de la Iglesia.
Y el alma del difunto se la encomendamos a la misericordia de Dios, pues sólo Él conoce el sufrimiento de quien, en su desesperación, decidió quitarse la vida. A nosotros nos corresponde pedir a Dios que lo reciba en sus brazos.
¿Qué provoca el suicidio?
Desde luego, la enfermedad de la mente que quita al suicida su libertad y su responsabilidad. Pero indudablemente contribuye a la epidemia de suicidios de las que nos hablan las estadísticas la pérdida del valor religioso y la presión que la sociedad ejerce contra el individuo.
Aumentan los suicidios en un mundo en que los máximos valores son meramente materiales. La experiencia nos dice que quienes consiguen la riqueza, el placer y la fama, de pronto se encuentran vacíos e insatisfechos y, cansados de vivir, se quitan la vida.
La falta de esperanza de una vida feliz aquí en la tierra y, sobre todo, la falta de esperanza en una vida eterna orilla al suicidio.
La fe y la esperanza como virtudes cristianas ayudarían a dar sentido, a valorar de nuevo, la vida humana, aún aquella vida que a juicio de los entendidos pudiera parecer carente de calidad.
Pero es, sobre todo, la caridad cristiana, el amor verdadero, lo que da sentido a la vida llenándola de esperanza y dando la fortaleza necesaria para vivirla dignamente.
Por Pbro. Sergio G. Román