La segunda lectura de este II Domingo de Cuaresma nos recuerda cómo Pablo pide que todos seamos sus imitadores. En el fondo no es a él a quien hay que imitar, sino a Cristo Salvador. Él nos ha convertido en “ciudadanos del cielo” gracias a su acción pascual liberadora.
El mismo Jesús, nos señala Pablo en su carta a los Filipenses, transformará nuestro cuerpo en glorioso como el suyo. Con esta idea, no sólo podemos dar un paso en el camino de la salvación llenándonos de la luz verdadera como hemos cantado en el Salmo 26, entonado luego de la primera lectura.
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El poder manifestar la gloria de Cristo se halla en sintonía con el episodio de la transfiguración que es mostrado en la proclamación del evangelio de este domingo. El encuentro de Jesús con Moisés y Elías estuvo rodeado de la luz de Dios, esto es, de su gloria. Aquellos dos, pues mostraban su experiencia desde el encuentro con Yahvé en la eternidad; en el caso de Jesús, por su realidad de Dios humanado. Pero no todo se quedó en el simple resplandor del momento. Nos conseguimos con la voz del Padre invitando a reconocer la gloria del Hijo: “Este es mi Hijo, mi escogido, escúchenlo”.
Esta teofanía no es otra cosa sino la revelación de parte del Padre para que se sepa quién es Jesús: su Hijo, el escogido para cumplir la promesa de salvación y a quien hay que escucharlo, de tal manera que se le pueda seguir. A lo largo de su ministerio público, Jesús va a ir mostrando su misión, pero manifestando paulatinamente la gloria. Desde el inicio hasta el momento de su entrega en la Cruz y su Resurrección. Por eso, quienes lo sigan han de revestirse de su gloria para que, como lo sugiere Pablo; los otros puedan imitarlos para que sean capaces de optar por Cristo.
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Así, el Señor, no sólo se muestra como lo que es, sino también comienza a dar cumplimiento a la alianza que desde antiguo Dios había sellado con la humanidad y con su pueblo. Valiéndose de la luz simbolizada en un brasero ardiente y una antorcha encendida, Yahvé sella una alianza con Abram y sus descendientes.
En el mundo actual, es necesario que los creyentes no sólo imitemos a Cristo asumiendo sus propios sentimientos, sino también contagiando la gloria del Salvador. Lo necesita el mundo actual donde hay no pocos que se han convertido en enemigos de la cruz de Cristo. Con todas las dificultades, incomprensiones y hasta persecuciones que podamos experimentar, de manera clara hemos de provocar la imitación de Cristo en los hermanos. Así se podrán también revestir de la gloria de Dios: por ser hijos del Padre, ciudadanos del Cielo y templos del Espíritu. Esto tiene sus consecuencias: la transformación de la sociedad actual según los términos del Reino de Dios.
Vivimos esta Cuaresma con la intencionalidad de la esperanza de la cual somos peregrinos. Esa esperanza, por no quedarse sólo en actos puntuales, nos impulsa a expresar testimonialmente la presencia de Dios que actúa como liberador de la humanidad. Para ello, es necesario e imprescindible que “purifiquemos nuestra mirada y nos alegremos en la contemplación de su gloria” (Oración Colecta).
Mons. Mario Moronta
Obispo emérito de la Diócesis de San Cristóbal