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Inauguración del Congreso de Centenario del Diario Católico – Lectio Magistralis del Dr. Paolo Ruffini

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LA IGLESIA ANTE EL FENÓMENO ACTUAL DE LA «INTELIGENCIA ARTIFICIAL», PERSPECTIVAS PASTORALES PARA EL PRESENTE Y EL FUTURO

La ocasión de nuestro encuentro es el centenario del vuestro periódico católico, el único diario católico del continente latinoamericano. Un aniversario que celebramos no con la nostalgia de un pasado que nunca es exactamente como lo recordamos y que, en cualquier caso, pasado está. Recordar, celebrar, nos permite reapropiarnos de esas raíces gracias a las cuales hoy podemos obtener la savia vital, hacer florecer nuevas iniciativas y esperar buenos frutos también para el mañana.

Cien años son un logro importante para este periódico, el único Diario Católico que existe en Latinoamérica, ahora también patentado con la creación de un estudio de televisión para la producción audiovisual de productos editoriales de evangelización.

Estos cien años narran no solo su historia, sino también la de sus padres y la de sus abuelos.

Cuentan la historia de una comunidad con un alma grande.

Cuentan la fatiga y la belleza de estar al paso con los tiempos, de hacer vivir cada medio -el periódico, la radio- en la convergencia digital.

Cuentan -como dice el nombre- la fidelidad de estar día tras día.

Ser Diario Católico no significa narrar solamente historias de fe, sino acompañar, día tras día, la historia humana con la mirada iluminada por el Evangelio.

El trabajo de la comunicación no es fácil. Los desafíos de hoy son mayores que los de hace cien años. Quien trabaja en los medios de comunicación tiene siempre que lidiar con la formación de las personas, de su visión del mundo y de sus actitudes ante los eventos. Y no puede sentirse bien por el solo hecho de haber relatado un suceso. Estamos llamados a mantener siempre abierto un espacio de salida, de sentido, de esperanza.

Lo importante es sentirse siempre en camino. No confundir nunca el camino con el punto de llegada. Mirar hacia atrás, de vez en cuando, es importante para recordar el camino hecho. Para ser conscientes de nuestras raíces. Para dar fruto en el presente.

Sabiendo también que “cuando el río suena, piedras trae”, como dice su proverbio.

La búsqueda paciente de la verdad es lo que debería guiar siempre nuestro trabajo, porque solo la verdad nos hace libres. Pero la verdad se desvela solamente si se la mira con un corazón puro. «Bienaventurados los puros de corazón» es la bienaventuranza que más nos debe guiar en nuestro trabajo de comunicadores.

Es bello que el aniversario del Diario Católico se celebre precisamente en la misma semana de la Jornada Mundial de las Comunicaciones sociales, que este año está dedicada a la Inteligencia artificial y a la sabiduría del corazón. En una época de desarrollo tecnológico exponencial, estamos llamados a ser “puros de corazón”, a recuperar la sabiduría del corazón. Solo así podremos leer e interpretar las novedades de nuestro tiempo y redescubrir la vía para una comunicación plenamente humana.

Esta es su tarea. ¡Esta es nuestra tarea!

El título de mi reflexión es La Iglesia ante el fenómeno actual de la «inteligencia artificial». El Papa Francisco ya ha dedicado dos Mensajes a este tema: el de la Jornada Mundial de la Paz, y el de la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, que hemos celebrado hace pocos días. Asimismo, desde hace algunos años, a través de la Pontificia Academia para la Vida, el Papa promueve la reflexión y el compromiso ético sobre los algoritmos -la llamada algorética-. Y, recientemente, aceptó participar en el G7 (pron. he siete) que tendrá lugar en junio, al que aportará su propia contribución sobre este tema.

        La IA, lo sabemos, afecta hoy a todos los ámbitos de la vida humana, desde la medicina hasta los transportes, desde el entretenimiento hasta la educación. Por ello, también concierne e interpela a toda la comunicación, hoy tan contaminada.

        En un reciente seminario dedicado a las estrategias de comunicación de la Unión Europea de Radiodifusión, se afirmó, con la cínica simplificación de un eslógan, que “la IA no sustituirá a los seres humanos, sino que los seres humanos que usen la IA sustituirán a aquellos que no lo hagan» (cfr. EBU Strategy Services).

        En otras palabras: después de haber experimentado la injusticia de la “brecha digital/digital divide” (la brecha entre quienes tienen acceso a las tecnologías de la información y quienes no lo tienen), en el futuro podríamos sufrir la aparición de una “brecha IA”/AI divide, inédita y peligrosa, entre quienes utilizan la inteligencia artificial y quienes no lo hacen. El problema no es que las máquinas sustituyan a los seres humanos… el problema es que los seres humanos terminen por ser considerados como simples extensiones de las máquinas, un problema ya conocido desde la revolución industrial y que reaparece ahora.

        Y es una cuestión mucho más grave que un simple problema tecnológico. Es una cuestión antropológica.

        Permítanme que haga algunas analogías a este respecto.

* Cuanto más altos son los «rascacielos», más profunda es la explotación de los recursos minerales. Cuanto mayor es la ambición humana de alcanzar el cielo y ser como Dios, más profunda es la explotación en términos de data mining (es decir, análisis de una gran cantidad de datos procedentes de una amplia variedad de fuentes). Pero ninguna persona debe ser reducida a un cúmulo de datos y explotada como una mina de datos.

* Cuanto más exponencial es el desarrollo tecnológico, mayor es el riesgo de un desastre sociológico y ecológico. El problema no es el desarrollo, sino qué tipo de desarrollo.

La tecnología en sí forma parte de nosotros mismos.

Somos nosotros quienes la hemos inventado.

Se basa en nuestros pensamientos, en nuestra capacidad de conectar conocimientos. Y de inventar cosas que antes no existían.

La tecnología es hija del genio inventivo del ser humano.

Demuestra el papel del ser humano en el desarrollo del mundo.

Y desmiente el planteamiento fatalista según el cual no sirve de nada luchar contra un destino que ya está escrito.

El trabajo del ser humano, su creatividad, tanto artística como científico-técnica, son una característica divina. Son hijos e hijas del soplo divino que llevamos dentro.

Por eso, el desafío actual no es tan sólo seguir el ritmo del desarrollo tecnológico, sino también no perder el aliento humano en esta carrera, no sofocar el soplo divino.

        El Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales nos sitúa ante dos preguntas: ¿Qué es la verdadera inteligencia? ¿Qué es la verdadera sabiduría? Dos preguntas interconectadas, que no son tanto hijas de la revolución que estamos viviendo, cuanto más bien expresión de nuestras raíces humanas y de nuestra fe cristiana.

En el Mensaje leemos que:

No podemos esperar la sabiduría de las máquinas. Aunque el término inteligencia artificial ha suplantado al más correcto utilizado en la literatura científica, machine learning, el uso mismo de la palabra “inteligencia” es engañoso. Sin duda, las máquinas poseen una capacidad inconmensurablemente mayor que los humanos para almacenar datos y correlacionarlos entre sí, pero corresponde al hombre, y sólo a él, descifrar su significado. No se trata, pues, de exigir que las máquinas parezcan humanas; sino más bien de despertar al hombre de la hipnosis en la que ha caído debido a su delirio de omnipotencia, creyéndose un sujeto totalmente autónomo y autorreferencial, separado de todo vínculo social y ajeno a su creaturalidad.

La inteligencia y la sabiduría son dos cuestiones que devuelven el sentido a las palabras fundamentándolas en la Palabra.

        Aquí está la raíz en la que se encuentra toda respuesta al mayor y más terrible de los interrogantes, que se refiere al límite que no se debe superar con respecto a la tentación de usar la inteligencia artificial, por ejemplo, en la eugenesia. O sobre la reducción de la persona a una categoría social o biométrica. O por lo que se refiere a la posibilidad de inducir comportamientos mediante algoritmos, violando el libre albedrío.

“En el principio era la Palabra” (Jn 1,1).

Quizá es de aquí de donde podemos partir, del principio, de la Palabra que da nombre a las cosas y las hace existir, para orientarnos en el laberinto de las inteligencias artificiales y de la relación entre tecnología y humanismo, entre la inteligencia que nace del corazón y la que procede del cálculo.

En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios.

Es Dios quien pone nombre a las primeras cosas creadas: Llamó Dios a la luz «día» y a la tiniebla llamó «noche» (Gen 1,5), y «al firmamento «cielo» (Gen 1,8). Y luego Dios confía al hombre la tarea de pasar revista a todos los animales, “para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que Adán le pusiera. Así Adán puso nombre a todos los ganados, a los pájaros (pron paharos) del cielo y a las bestias del campo […]” (Gen 2, 19-20).

Es al ser humano a quien el Creador confía la palabra como capacidad de conocer y de entrar en relación.

Todo ello nos dice que es precisamente la palabra lo que nos distingue como género humano.

La palabra como instrumento de relación física, personal, experiencial.

La palabra como testimonio del soplo divino que hay en nosotros.

También Alan Turing –padre de los ordenadores y de la inteligencia artificial- definió la capacidad lingüística como “la señal distintiva del pensamiento” .

Es decir, de la inteligencia.

Es cierto, sabemos que ahora también las máquinas hablan. Pero su palabra no es hija de la inteligencia, sino del cálculo. No es libre, sino que está programada.

Todos conocemos la diferencia entre la verdadera sabiduría y la erudición. Todos sabemos también lo rápido que envejecen las novedades tecnológicas; y que no es en la tecnología, y por tanto ni siquiera en la  inteligencia artificial, donde encontraremos la respuesta   a nuestras preguntas fundamentales. Y del mismo modo en que sabemos que no podemos y no debemos demonizar ni la erudición ni la tecnología, también sabemos que debemos buscar en otra parte.

        ¿Cuál es la sabiduría primigenia de la que habla el Eclesiástico (1,4)? ¿Cuál es la sabiduría que, pasando a través de los corazones, prepara a los profetas (cfr. Sab. 7,27)? Sin responder primero a esta pregunta, todo nuestro razonamiento corre el riesgo de estar cimentado en la arena.

«La Sabiduría, entonces, ¿de dónde viene? ¿Y cuál es el lugar de la Inteligencia? Ella se oculta a los ojos de todos los vivientes y se esconde de   pájaros del cielo. La Perdición y la Muerte dicen: «Sólo su fama llegó a nuestros oídos». Dios es el que discierne sus caminos y sólo él sabe dónde está, porque solo Él mira hasta los confines de la tierra y ve todo lo que hay bajo el cielo. Cuando Él daba consistencia al viento y fijaba las medidas de las aguas; cuando imponía una ley a la lluvia y un camino al estampido de los truenos, entonces, Él la vio y la valoró, la apreció y la escrutó hasta el fondo. Y dijo al hombre: «El temor de Dios es la Sabiduría, y apartarse del mal, la Inteligencia» (Jb 28,20-28).

        La verdadera sabiduría nace de la experiencia de las cosas vistas y vividas con una intensidad que nos trasciende. La verdadera sabiduría es «la gracia de poder ver cada cosa con los ojos de Dios», de un Dios que es amor y que nos invita a salir de nosotros mismos: «Sin salir no se encuentra la Sabiduría… Sólo saliendo se encuentra el rostro concreto de los hermanos y hermanas, con sus heridas y sus aspiraciones, sus preguntas y sus dones. Debemos aprender con el corazón, la mente y las manos a “salir del campamento” ―como dice la Carta a los Hebreos (13, 13)― para encontrar, precisamente allá afuera, el Rostro de Dios en el rostro de cada hermano y hermana».

        Todo ello no tiene nada que ver con los algoritmos de la inteligencia artificial, basados en el cálculo de probabilidades, que en realidad no son ni inteligentes ni artificiales. El uso mismo de la expresión “inteligencia artificial” es la primera mentira que hay que desenmascarar (cfr. Ni inteligente ni artificial. El lado oscuro de la IA).

        La desmesurada potencia de la inteligencia artificial está en su capacidad de cálculo y en su capacidad de traducir todo en cálculo.

        Pero, ¿verdaderamente es así?

¿Realmente se puede reducir todo a una correlación estadística?

        ¿No conocemos todos ejemplos que demuestran lo contrario?

Hagámonos unas preguntas

¿Quién hubiera apostado, a partir de los datos físicos o sociales, que Messi sería un gran campeón?

        ¿Cuál de   las decisiones de Dios descritas en la Biblia o en los Evangelios responde a la lógica del cálculo estadístico?

        Pero hay más…

        Se ha demostrado, por ejemplo, que cuando no dispone de suficiente información para responder a las preguntas, el sistema (si no tiene otras instrucciones) se inventa las respuestas, genera contestaciones inexactas o completamente desatinadas, apostando por que sean probabilísticamente correctas.

Estos errores se parecen a auténticos espejismos, tanto que en jerga se llaman “alucinaciones”.

No se trata de ingenio, sino de azar. El azar de un sistema que solo sabe catalogar y calcular.

En la práctica, la inteligencia artificial (al no ser inteligente), cuando no tiene elementos suficientes para realizar sus cálculos, puede escapar al control, y se comporta en cierto modo como un alumno poco preparado que no quiere dar una mala impresión al profesor; así, puede intentar dar respuestas verosímiles en vez de verdaderas, sin ni siquiera advertir la responsabilidad de esta imprudencia. Esto demuestra lo importante que es garantizar la intervención y la supervisión del ser humano para evitar que una herramienta rica de potencialidades, tanto que puede cambiar radicalmente nuestras vidas, pueda arruinarnos la vida en determinadas circunstancias. Como está ya sucediendo, lamentablemente, allí donde la IA se utiliza en un contexto bélico.

En marzo de 2023, en una entrevista concedida a una emisora estadounidense, Sam Altman, fundador y administrador de Open AI (la organización que está desarrollando los últimos modelos de inteligencia artificial generativa) afirmó cándidamente que los riesgos de un desarrollo o de un uso distorsionado lo tienen “despierto por la noche”: “Es la mayor tecnología que ha desarrollado la humanidad, pero tenemos que estar atentos y estamos un poco preocupados […] Me preocupa especialmente que estos modelos puedan utilizarse para la desinformación a gran escala. Ahora que están mejorando en la escritura, podrían utilizarse para ciberataques ofensivos«.

*

Al mismo tiempo, la inteligencia artificial puede hacernos dar saltos adelante en todos los campos, desde la sociedad al trabajo, pasando por la medicina, la agricultura o el tiempo libre. 

En este sentido, uno de los casos más significativos fue el descubrimiento, en 2020, por un equipo del MIT de Boston, de un antibiótico capaz de matar cepas de bacterias resistentes a cualquier antibiótico conocido. Gracias a un algoritmo específicamente entrenado, y combinando las moléculas más adecuadas de entre los varios miles disponibles, la inteligencia artificial ha “inventado” una nueva combinación muy potente y especialmente eficaz, llamada Halicina en honor de Hal 9000, la computadora rebelde de Odisea en el espacio. La inteligencia artificial ha encontrado aspectos que los humanos no habían sido capaces de detectar.

Siempre gracias a la inteligencia artificial, se han desarrollado algoritmos que pueden detectar la inminencia de un infarto a partir de un simple electrocardiograma o un análisis de sangre.

Por otra parte, en la lucha contra el cáncer, varios grupos de estudio están trabajando para poner a punto algoritmos capaces de combatir la enfermedad con mayor eficacia, detectar células malignas e inhibir su reproducción. Sphinks es el nombre del algoritmo gracias al cual la IA está aprendiendo a descubrir los tumores malignos y a determinar la terapia más eficaz para cada uno de ellos.

Por ejemplo, solo para el cáncer de mama, gracias a los miles de mamografías analizadas, ha sido posible disminuir tanto los casos de falsos positivos (con lo que se evitan exámenes sucesivos) como los de falsos negativos (de manera que se detectan tumores que habían escapado al ojo humano.

La IA, además, está en la base de la telecirugía, que desde hace ya tiempo permite efectuar operaciones a distancia y reducir la invasividad de la intervención y el tiempo de recuperación. Las prótesis realizadas con impresoras 3D son una realidad consolidada, incluidas las válvulas cardiacas que permiten la monitorización a distancia de los parámetros del paciente.

Los dispositivos robóticos y digitales también se utilizan ahora ampliamente en la rehabilitación motora, así como la realidad virtual y la neuroestimulación para acelerar la convalecencia o devolver la esperanza a quien se ha quedado paralizado. Como le ocurrió al joven Michel Roccati, que se quedó paralítico a raíz de un accidente y que ha vuelto a andar gracias a un electrodo implantado en la espalda que lanza impulsos eléctricos en la médula dañada por el accidente.

Naturalmente, y sobre todo en un campo tan delicado, la supervisión humana sigue siendo fundamental para evitar diagnósticos errados o -hipótesis aún más grave- intervenciones médicas innecesarias. Pensemos por un momento en lo que podría suceder con decisiones sobre la vita basate en el calculo.

*

En otro sector muy distinto, el de la movilidad, la inteligencia artificial puede contribuir a reducir la contaminación atmosférica, ya que es capaz de monitorear en tiempo real la situación del tráfico; indicar a los automovilistas los mejores itinerarios; y regular los semáforos para favorecer el flujo de vehículos y evitar atascos, por ejemplo, en las horas pico.

Por no hablar de la asistencia que ofrece en el ámbito de la seguridad vial, con los sensores instalados en los vehículos que previenen accidentes frenando el auto, avisando al conductor de peligros inminentes y llegando incluso a evaluar el estado de atención del automovilista.

*

Todo esto nos indica un antídoto para evitar caer en el falso dilema de la elección entre ser escépticos o entusiastas, o aún peor, en la condena sin reservas o en la exaltación sin reservas de la llamada inteligencia artificial. El antídoto está en recordar que el uso de la expresión ‘inteligencia artificial’ nace en un contexto de simulación de la humanidad (cfr. Test de Turing, que ganaba la máquina que conseguía engañar mejor haciéndose pasar por un ser humano en una interlocución digital).

Pero, de ficción en ficción, se corre el riesgo de perderse en un laberinto de alucinaciones.

El problema es que, junto con la simulación de una inteligencia humana (por lo que se refiere al uso de la palabra y del lenguaje), la inteligencia artificial se utiliza también para simular las emociones, hasta llegar a simular una relación (ejemplo de la aplicación Replika). Más allá de lo bueno que esto pueda aportar en contextos de aislamiento social, subsisten los riesgos de que la IA se arme con nuestra soledad y de que, por otro lado, se convierta en una coartada para negar nuestra proximidad y solidaridad a quienes más las necesitan.

En este marco, la cuestión no es, por tanto, estar a favor o en contra de las llamadas inteligencias artificiales, ni la alternativa a la que nos enfrentamos tras su advenimiento está en elegir entre una visión catastrofista o una palingénesis de la historia de la comunicación.

Desde un punto de vista realista, la cuestión está en preguntarse cómo los algoritmos, y las máquinas que los elaboran, pueden estar al servicio de la humanidad, de la verdad, del conocimiento, de la toma de conciencia, de la belleza y de la compartición de todo ello. Y en responderse que lo que importa es evitar que contribuyan, en cambio, a crear un sistema de dominación que, pulverizándolo todo, prescinda de la verdad, de lo justo y de lo bello; y, anonimizando la responsabilidad, simulando las emociones, termine tejiendo una red en la que la unicidad de la persona sea mortificada junto con su dignidad, y en la que la inteligencia artificial sea erróneamente considerada infalible, invulnerable, omnisciente, contradiciendo incluso el supuesto científico detrás del que se esconde. He aquí la encrucijada.

Por lo que se refiere a la comunicación, la cuestión es la siguiente: mientras que el impacto de la inteligencia artificial a corto plazo depende de quién la controla, su impacto a largo plazo dependerá de si se puede controlar o no.

Y he aquí las preguntas planteadas por el Papa Francisco en su mensaje. Las cito textualmente:

“¿Cómo proteger la profesionalidad y la dignidad de los trabajadores del ámbito de la comunicación y la información, junto con la de los usuarios de todo el mundo? ¿Cómo garantizar la interoperabilidad de las plataformas? ¿Cómo garantizar que las empresas que desarrollan plataformas digitales asuman la responsabilidad de lo que difunden y de lo cual obtienen beneficios, del mismo modo que los editores de los medios de comunicación tradicionales? ¿Cómo hacer más transparentes los criterios en los que se basan los algoritmos de indexación y desindexación y los motores de búsqueda, capaces de exaltar o cancelar personas y opiniones, historias y culturas? ¿Cómo garantizar la transparencia de los procesos de información? ¿Cómo hacer evidente la autoría de los escritos y rastreables las fuentes, evitando el manto del anonimato? ¿Cómo poner de manifiesto si una imagen o un vídeo retratan un acontecimiento o lo simulan? ¿Cómo evitar que las fuentes se reduzcan a un pensamiento único, elaborado algorítmicamente? ¿Y cómo fomentar, en cambio, un entorno que preserve el pluralismo y represente la complejidad de la realidad? ¿Cómo hacer sostenible esta herramienta potente, costosa y de alto consumo energético? ¿Cómo hacerla accesible también a los países en desarrollo?”

En términos más generales, y siempre por lo que se refiere al tema de la comunicación, la cuestión es si y cómo el desarrollo de las inteligencias artificiales en la comunicación puede ayudarnos a ser más humanos, o si por el contrario puede empujarnos a devaluar nuestra humanidad. Se trata de saber de qué manera esta herramienta hará que las relaciones entre los individuos sean más fuertes y verdaderas, y que las comunidades estén más cohesionadas; y de qué otra manera, en cambio, aumentará la soledad de los que ya están solos, privándonos a cada uno de nosotros de ese calor que sólo puede proporcionar la verdadera comunicación. Hemos de comprender si el fin último sigue siendo permitir una vida cada vez más plena a todo humano, o si, por el contrario, se ha convertido en la pretensión de estandarización, normalización y control de la irrepetibilidad de cada historia.

La cuestión radica en la posibilidad o imposibilidad de trabajar para que la inteligencia artificial aporte más igualdad y no construya en cambio nuevas castas basadas precisamente en el dominio de la información, aceptando como inevitables nuevas formas de explotación y desigualdad basadas en la posesión de los algoritmos y en la extracción de datos de la mina inagotable de nuestras vidas. Radica en establecer o no reglas y límites; por ejemplo, en los algoritmos de indexación y desindexación de los motores de búsqueda capaces de exaltar o cancelar personas y opiniones, historias y culturas, según criterios ajenos a la verdad.

Por tanto, la cuestión subyacente se refiere al ser humano y no a la máquina, a la relación entre las personas, y no entre los algoritmos. Y no es una cuestión abstracta. Afecta precisamente a nuestras vidas, a nuestra libertad, a nuestro libre albedrío. Se trata del poder de quienes controlan los sistemas de cálculo; se trata de la relación entre quienes calculan y quienes, a pesar suyo, son calculados; se trata de los criterios de cálculo; se trata del límite entre lo que se puede calcular y lo que no, no se puede, porque no es un número: porque es único, porque es infinito.

Como escribió Romano Guardini, citado por el Papa, para decirnos sin rodeos que no podemos escapar de nuestro tiempo y que nuestro sitio está en el devenir, nadie acepta ser simplemente un caso más de la especie humana: «Yo soy yo. Soy uno, soy solo uno, no puedo ser duplicado. No puedo ser imitado, de mí no se puede hacer un caso. Puedo contar los hombres, pero ¿qué he contado? ¿Se puede contar lo que es irrepetible? Evidentemente, solo si no se toma en serio el concepto de irrepetibilidad»

Para explicar el mismo concepto de irrepetibilidad, Kallistos Ware, teólogo y obispo inglés de la Iglesia Ortodoxa griega, fallecido en 2022, contó la anécdota de un niño que, mientras veía un programa de televisión sobre las especies en peligro de extinción, acabó diciéndole a su madre: «Yo soy importante, ¿verdad? Porque, verás, estoy casi extinguido: sólo queda uno de mí”. Esta es la sabiduría del corazón de un niño.

Aquí está el límite: hay cosas que no se pueden medir; cosas que no se pueden comprar: relación, cuidado, compasión, colaboración, la no separación, son las cualidades que el paradigma reduccionista, tecnicista y utilitarista de la tecnología no contempla.

Sería un error clamoroso pensar en aplicar a la comunicación (y a la información) este mismo paradigma que reduce todo a un cálculo instantáneo y cambia la reacción por la reflexión, el cálculo por la comprensión.

Como escribió el cardenal Carlo Maria Martini, solo la paciencia nos permite descifrar las cosas. Incluso Dios es paciente con nosotros. Y se revela en la penumbra. Porque el exceso de comunicación aniquila al otro y lo anula. Toda comunicación es gradual, prudente, respetuosa con el otro.

El Papa, en la Exhoración apostólica Gaudete et exsultate, indica que hoy es posible navegar en dos o tres pantallas a la vez, e interactuar en varios escenarios virtuales. Pero sin la sabiduría del discernimiento, podemos transformarnos fácilmente en marionetas a la merced de las tendencias del momento

Aquí está el campo de nuestro testimonio como comunicadores, como red de comunicadores, como periodistas, buscadores de una verdad que nos trasciende, que nace de la relación, de la escucha; y que precisamente por eso, aunque pueda ser ayudada por la inteligencia artificial, no puede ser delegada al mero cálculo de las máquinas, que pretenden que saben ya todo y que sólo tienen que extraer una síntesis de los datos que han almacenado. No hay camino así. No hay devenir. Sólo un caminar por el mismo lugar, sin libertad, sin inteligencia.

No podemos pensar en reducir «las personas a datos, el pensamiento a un esquema, la experiencia a un azar, el bien a un beneficio». No podemos negar «la unicidad de cada persona y su historia, disolviendo la concreción de la realidad en una serie de datos estadísticos» recogidos por el pensamiento anónimo, en un vértigo de desresponsabilización editorial colectiva.

Los interrogantes que el Papa plantea al final de su Mensaje no son preguntas de escuela. Y no se refieren a cuestiones abstractas o laterales. Preguntarse cómo proteger la profesionalidad y la dignidad de los trabajadores significa, por una parte, reivindicar la importancia de la profesión y de la formación que la acompaña; y, por otra, volver a poner a la persona humana en el centro. Afirmar que existe una dignidad inalienable de los usuarios significa pedir con fuerza que no se les reduzca a yacimientos que pueden ser explotados.

Garantizar la interoperabilidad de las plataformas significa devolver la libertad a todos y demandar un pensamiento diferente. Hablar de la responsabilidad de las plataformas significa indagar la frontera entre la responsabilidad del individuo y la de la plataforma que, mediante un sistema de algoritmos, difunde lo que él escribe. Hablar de transparencia significa hacer hincapié en la opacidad que, de otro modo, corre el riesgo de caracterizarlo todo. Hablar de sostenibilidad significa no subestimar una vez más el coste de nuestras acciones, no cometer con las tierras raras el mismo error de siempre en la industria minera, no subestimar la cuestión del consumo energético, no ensanchar la brecha digital.

No son demandas de rito. Tampoco plantean problemas irresolubles. Más bien exigen un compromiso por la verdadera sabiduría humana. Por un lado, está la dictadura de la máquina, instruida para ello por el pensamiento totalitario; por otro, está la libertad del hombre, sin la cual no hay verdad. Por una parte, está una información que no escucha a las personas sino que procesa datos; por otra, está la posibilidad de construir redes de IA al servicio de las diferentes necesidades de los diversos pueblos, para responder de modo más adecuado a sus necesidades en términos globales. Por un lado, un paso atrás; por otro, un paso adelante en el derecho a informar y a ser informado en todas las lenguas del mundo, derribando barreras, tendiendo puentes. Por una parte, hay una especie de marketing de las opiniones y de los prejuicios que se hace pasar por periodismo; por otra, el buen periodismo del escuchar y del ver, que necesita tiempo, editores valientes y periodistas dispuestos a «desgastar la suela de los zapatos»

Lo que se nos pide es que vivamos con plenitud nuestro tiempo, que no es artificial; que no tengamos miedo a sus desafíos y a sus dones, que son naturales; que construyamos un nuevo humanismo en la verdad y la justicia; que leamos y narremos la historia con la inteligencia del corazón, con la sabiduría del amor, sin confundir los medios con los fines, la verdad con la mentira, la capacidad de calcular con la capacidad de escuchar. Lo que se nos pide es que sigamos siendo humanos. Y que lo seamos cada vez más.

Por eso estamos aquí: para encontrar con creatividad el modo de redescubrirnos como parte de un único destino. Por eso somos protagonistas de nuestro futuro.

Siempre que no perdamos el sentido del límite, que no pensemos que somos iguales a Dios. Y a condición de que sepamos que hay -siempre habrá- cosas que la tecnología no puede sustituir. Como la libertad. Como el milagro del encuentro entre las personas. Como la sorpresa de lo inesperado. La conversión. El salto del ingenio. El amor gratuito.

Ahora más que nunca lo que necesitamos es encontrar un fundamento ético, antropológico, sapiencial, para la tecnología; derribar el teorema según el cual todo lo que es posible es justo, y preguntarnos en cambio cómo hacer posible lo que es justo. Sólo una relación, una conexión basada en el amor, puede hacernos menos solitarios, puede durar, puede hacernos felices. Aquí está la raíz de toda comunicación. Aquí está también el desafío para la Iglesia de construir, también a través de la inteligencia artificial, una red de comunicación basada en la comunión que nos une, en la verdad que nos hace libres, en el amor que lo explica todo.

Concluyo con las palabras del Mensaje:

“Corresponde al hombre decidir si se convierte en alimento para los algoritmos o si nutre su corazón con la libertad, ese corazón sin el cual no creceríamos en sabiduría.

Sólo juntos crece la capacidad de discernir, de vigilar, de ver las cosas a partir de su cumplimiento. Para no perder nuestra humanidad, busquemos la Sabiduría que es anterior a todas las cosas (cf. Si 1,4).

Ella nos ayudará también a orientar los sistemas de inteligencia artificial a una comunicación plenamente humana”.

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