Prof. Gabriella Gambino
Subsecretario del Dicasterio
para los Laicos, la Familia y la Vida
Siguen apareciendo en las noticias internacionales casos dramáticos de personas en estado crítico, pero no terminal, que, tras las decisiones de los médicos y los tribunales, y contra el parecer de la familia, sufren la suspensión de la nutrición y la hidratación. Mueren por falta de alimentación y líquidos. No por una condición patológica terminal, que llega a su fin natural, sino siguiendo un protocolo clínico, una ley o una sentencia, que decreta la muerte por adelantado sobre la base de supuestas valoraciones, adoptadas en el «mejor interés» del paciente, actualmente inconsciente: entre ellas, la presencia / ausencia de condiciones que ya no harían la vida digna de ser vivida, o útil, deseable, conveniente, para sí mismo o para los demás. Y quién sabe cuántos casos permanecen en silencio y en el dolor de las familias sin ser denunciados.
Sin embargo, el principio fundamental de la medicina en el acompañamiento de todo enfermo en estado crítico y/o terminal es la continuidad de la asistencia, es decir, la garantía de un proyecto de curación, que se convierte en la expresión de la » la misión de una fiel custodia de la vida humana hasta su cumplimiento natural» (Samaritanus Bonus), confiada a todo agente sanitario. Se trata de un principio que pertenece no sólo a la ciencia médica, sino también a todo Estado de Derecho, ya que está implícito en el derecho a la vida y a la salud, del que están imbuidos los sistemas jurídicos contemporáneos.
La supresión de las personas mediante el uso del derecho, es decir, de ese instrumento que, por excelencia, debería defender la vida de cada persona, para que el «yo» y el «tú» puedan existir uno al lado del otro, es el efecto de esa deriva hacia la eutanasia de la que habló con solemne claridad la Congregación para la Doctrina de la Fe en su reciente Carta Samaritanus Bonus. Es el resultado de esa «cultura del descarte» con respecto a las personas más frágiles y en nombre de la eficacia de las estructuras sanitarias, que hace de la medicina, primero, y del derecho, después, instrumentos tiránicos. Conceptos como «muerte digna», compasión, «interés superior» se utilizan de forma equívoca, yendo incluso a buscar, en las decisiones judiciales, algún atisbo de «permiso-consentimiento» del paciente a morir de forma anticipada, como si esto fuera suficiente para justificar una decisión insólita de suprimir una vida humana. El hombre frágil cuidado “en virtud de un favor”, se lee en la Samaritanus Bonus, sólo si está previsto por ley, por sentencia o por protocolo.
Pero la Iglesia lo reafirma con fuerza: «alimentación y la hidratación no constituyen un tratamiento médico […] sino que representan el cuidado debido a la persona del paciente, una atención clínica y humana primaria e ineludible», aunque requiera «una vía de administración artificial» (Samaritanus Bonus). Su obligatoriedad surge «en la medida en que y hasta cuando esta administración demuestre alcanzar su finalidad propia, que consiste en el procurar la hidratación y la nutrición del paciente». Por consiguiente, no pueden suspenderse en virtud de criterios extrínsecos al bien objetivo y clínico del paciente. La continuidad de la asistencia a las funciones fisiológicas esenciales de cualquier sujeto en condiciones críticas es un cuidado vital debido a todo hombre, cuya privación constituye una acción extremadamente injusta. Suspender prematuramente esos cuidados no sólo es una forma clara de abandono del paciente, contraria a todo principio deontológico, sino que es equiparable a la eutanasia, ya que, aunque sea de forma omisiva, implica la muerte del sujeto. Una muerte provocada intencionalmente por quienes deberían cuidarlo.
“El valor inviolable de la vida – se lee en la Samaritanus Bonus -es una verdad básica de la ley moral natural”, que expresa nuestra común humanidad y fragilidad, y es “un fundamento esencial del ordenamiento jurídico”.
Ante una perspectiva tan peligrosamente utilitarista, es hora de cuestionar seriamente la forma en que estamos aplicando el conocimiento. Y no se trata sólo de repensar el significado epistemológico de la medicina a partir de esa com-pasión, que debería mover a los médicos a estar-con el enfermo, cerca de él, sin miedo a la muerte y al sufrimiento; sino que en nuestras sociedades, donde el paradigma del derecho (y de los derechos) domina cada dimensión del vivir común, urge repensar la función del derecho, esa frialdad característica que le pertenece intrínsecamente (como explicaba Giuseppe Capograssi), que técnicamente no sirve para defender al agente, sino sólo a la acción. Por eso, después de Núremberg, hemos entrado en la era de los derechos humanos: para volver a poner al hombre en el centro con su dignidad inviolable y la preciosidad de su vida. Sin embargo, hoy en día, vaciada de todo valor y apoyada en un principio de aparente razonabilidad de los argumentos de los jueces, la ciencia jurídica se está convirtiendo en un instrumento gélido, que quita toda esperanza no sólo a los que todavía tendrían derecho a vivir, sino también al dolor de la familia. En efecto, no se puede permanecer indiferentes ante la profunda falta de respeto que estas decisiones expresan hacia aquellos que creen en la cercanía de Dios en los momentos de mayor prueba de la vida, que confían en que pueden recorrer ese último tramo del Calvario al lado de la persona amada, sabiendo que en Cristo se puede hacer camino por la gracia y el Amor. El respeto a la libertad religiosa implica el derecho a tener esperanza, a ver respetada la propia fe cristiana en el mandamiento de no matar. El Estado de Derecho debe tenerlo en cuenta.
La verdad es que la plenitud de la ley es realmente el amor y que la justicia sin misericordia se convierte en «summa iniuria». Para seguir siendo tal, el derecho debe ser signo del orden que deriva de la misericordia de Dios, ya que la justicia no se agota en sí misma, sino que se realiza plenamente en Dios, ante Él y en la acción misericordiosa del hombre hacia los demás hombres. Sólo la misericordia impide que lo que es objetivamente falso o equivocado se convierta en subjetivamente correcto. Si fuéramos capaces de comprender y vivir esta verdad, descubriríamos también que la misericordia no es nunca un acto unilateral y paternalista, como si fuera una concesión hecha al otro, sino la única posibilidad de una reciprocidad verdaderamente inclusiva, capaz de modificar el orden de la realidad en aquel que es misericordioso, incluso antes que en aquel que recibe la misericordia. El Buen Samaritano es aquel que percibe que la misericordia actúa sobre él antes que, sobre el forastero, haciéndole tener la experiencia sobrecogedora del Amor de Dios y de su ternura, una experiencia tan fuerte que le hace desear hacerse cercano.
Sólo el calor de la misericordia podrá tal vez restituir humanidad al gélido derecho de la posmodernidad. En esto queremos esperar todos. La Iglesia nunca dejará de repetirlo.