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La sinodalidad es diálogo y relación

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Caminar juntos, no hay mejor manera de explicar lo que significa y representa la sinodalidad. Caminar nos reconcilia con el otro y con el mundo, brinda sosiego y placidez. Caminar es una apertura al mundo, ya que restituye en el hombre el feliz sentimiento de su existencia. Caminar nos va a encuadrar entre las sensaciones del otro y del mundo. Caminar juntos implica eso y mucho más. El Papa Francisco, cuando nos invita a caminar juntos, lo hace pensando en caminar hacia una dimensión más profunda del ser humano en la cual accedemos a la plenitud del encuentro, de la escucha y del discernimiento.

Caminar juntos a través del diálogo que piensa donando el pensar, que nace del acontecimiento de la comunión. Caminar y dialogar son senderos que permiten superar el miedo al otro. Ese miedo kafkiano que ha servido de hilo en el tejido de las relaciones humanas modernas. La sinodalidad invita a caminar juntos hasta alcanzar el descubrimiento del silencio. Ese silencio que aguarda y que es dimensión constitutiva del hombre.

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El Papa Francisco ha manifestado que no se puede caminar juntos si hay insonoridad en el corazón, es decir, si nos encerramos blindados en nuestras certezas. Nuestras certezas muchas veces son solo proyecciones de nuestros miedos y temores. Ellas tapan los oídos a nuestro corazón y no permiten darle fisonomía a la dimensión auroral de la escucha. La insonoridad del corazón produce hombres hablantes. No hay otro horizonte más que el que cree contemplar. Sin embargo, lo contemplado no es el horizonte, sino su propia voz dando vueltas en torno de sí misma.

La apuesta sinodal es transformarnos en hombres escuchantes, y escuchantes libres. Los hombres escuchantes, no solo vencen la insonoridad del corazón, sino que hacen del diálogo una fusión de horizontes que alcanzan una verdadera unidad, permaneciendo distintos, sin el penoso riesgo de la pérdida de la identidad. El otro comienza a ser concebido como condición de vida. La apuesta sinodal es caminar juntos hacia el descubrimiento de la relación.

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Dios es amor y, precisamente por ello, también es relación. Aristóteles vislumbraba en su ética que el hombre más perfecto era aquel que empleaba sus virtudes en función de los demás. Consideraba que debía existir un fin que esté por encima de los fines utilitarios y pragmáticos, un fin supremo que no será otro que el de la felicidad, es decir, el objetivo último de una verdadera ética descansa en la posibilidad del surgimiento de un hombre volcado en la procura de la felicidad de los otros: “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (Juan 17:21). Solo Cristo, escribirá Chiara Lubich, puede hacer de dos uno, porque su amor, que es anulación de sí mismo (amor infundido en nosotros por el Espíritu Santo), nos hace entrar hasta el fondo del corazón de los demás.

El amor, lo sabemos, no solamente es fuente, sino que también es fin y motivo del obrar, en palabras de San Agustín uno se transforma en aquello que ama: “¿Amas la tierra? Serás tierra. ¿Amas a Dios? Entonces yo digo, serás Dios”. Dios es amor y es relación, una que inspira a pensar en una ética trinitaria para meditar en tiempos de sinodalidad. Una ética tejida a partir del amor trinitario podría permitirnos la apertura a una imbricación en el mundo con los otros, es decir, a la disolución de la constante cuestionabilidad del prójimo y de lo ajeno para comprenderlos como co-instituyentes del mismo mundo compartido. Paz y bien.

 Valmore Muñoz Arteaga

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