La vida del sacerdote es un itinerario de servicio y de testimonio. La llamada que Jesús hace a cada sacerdote es un signo del amor infinito que tiene para con quien, dejándolo todo por amor a Dios, sigue las huellas del Sumo y Eterno Sacerdote
San Juan XXII, el Papa bueno, nos dice: “Toda la santificación personal del sacerdote ha de modelarse sobre el sacrificio que celebra, según la invitación del Pontifical Romano: “Conoced lo que hacéis, imitad lo que tratáis”. Más aún cedamos aquí la palabra a nuestro, inolvidable predecesor en su exhortación Menti Nostrae: “Como toda la vida del Salvador estuvo orientada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote que debe reproducir en sí mismo la imagen de Cristo, debe ser con Él, por Él y en Él un sacrificio aceptable…Por lo tanto, no se contentará con celebrar la santa misa, sino que la vivirá íntimamente; sólo de esta manera podrá alcanzar la fuerza sobrenatural que le transformará y le hará participar en cierto modo de la vida de expiación del mismo Divino Redentor” (San Juan XXIII, Encíclica Sacerdotii nostra primordia, 1955).
El sacerdote, ministro de Jesucristo, celebra, vive y participa del misterio eucarístico como servidor y testigo, no como un funcionario sino como un pastor, que guía y conoce a sus ovejas, llevándolas por caminos de fe, esperanza y caridad. La vida del sacerdote es una invitación a ver la Iglesia como nuestra casa, donde cada uno de nosotros forma parte, sin exclusión y donde él experimenta cada día el gozo y la alegría del don recibido.
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San Pablo VI, en ocasión de la Ordenación de Presbíteros y Diáconos en Bogotá, el 2 de agosto de 1968, nos exhorta: “Dios tiene en nosotros su instrumento vivo, su ministro y por tanto su intérprete, el eco de su voz; su tabernáculo, el signo histórico y social de su presencia en la humanidad, el hogar ardiente de irradiación de su amor hacia los hombres. Este hecho prodigioso (haz, Señor, que nunca lo olvidemos) lleva consigo un deber, el primero y el más dulce de nuestra vida sacerdotal: el de la intimidad con Cristo, en el Espíritu Santo y por lo mismo contigo, ¡oh Padre! (Cf. Jn 16, 27) ; es decir, el de una vida interior auténtica y personal, no sólo celosamente cuidada en el pleno estado de gracia, sino también voluntariamente manifestada en un continuo acto reflejo de conciencia, de coloquio, de suspensión amorosa, contemplativa (Cf. S. Greg., Regula Pastoralis I: contemplatione suspensus).”
Tal como solía hacer Mons. Mario en las Ordenaciones de Presbíteros y Diáconos, hoy le decimos:
Siempre recordando a Monseñor Mario del Valle, obispo y hermano de todos: el señor Jesús le dio el más grande regalo que nos puede ofrecer. Desde el día que le configuró a Cristo, Buen Pastor, Sumo y Eterno Sacerdote, para guiar el pueblo de Dios por caminos de esperanza, servicio y testimonio, ha marcado una huella imborrable que le acompañó en ese camino: el amor al sacerdocio y la fraternidad hacia el Pueblo de Dios y los sacerdotes. Dios le confió la tarea de ser servidor y testigo en cada instante de su vida y le dio la fuerza, la fe y el ánimo para cultivar en medio del pueblo, de esta grey, el Evangelio de Cristo quien le recuerda siempre: “ánimo, soy yo, no tengan miedo” (Mt 14, 27).
Nos unimos en oración, como Iglesia Diocesana del Táchira, como presbiterio, como Seminario, como pueblo, al gozo que Dios da en el cielo, abriendo sus puertas para que Mons. Mario del Valle, quien a través de estos años, supo configurarse a Cristo, Buen Pastor, sea recibido como siervo bueno y fiel, como servidor y testigo. Así sea.
José Lucio León Duque
Director del Diario Católico