“Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31) No se trata de que estaba bien, mucho más allá: estaba muy bien. Así culminó el primer capítulo del Génesis, así comienza la Creación: con la afirmación de que todo estaba «muy» bien. Es por ello que los cristianos estamos convencidos de que Dios no creó el mal. Al no haber sido creado por Dios, al no ser una expresión del corazón de Dios, entonces concluimos que el amor es más fuerte que el mal, ya que, como también sabemos: Dios es Amor.
El amor es más fuerte que el mal. Debemos hacer silencio para poder escuchar el grito de inocencia de Dios que dice “No fui yo quien inventó la muerte, no fui yo quien inventó el mal, no fui yo quien inventó el dolor. Yo lo sufro. Más aún: muero por él”. No podemos tener conciencia de esto a menos que nos pongamos primero frente a la intimidad divina y escuchar al Señor en esa intimidad.
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Santo Tomás de Aquino lo señala primero, en Dios no hay ninguna idea, ninguna matriz perceptible del mal. Hasta el poeta Lautreamont lo vio con claridad cuando afirmó que Dios es absolutamente inocente del mal. La falta primera, la falta de gracia viene estrictamente de nosotros los hombres. En el hombre está la iniciativa primera del mal moral. Dios no es el creador del mal, ni de la muerte, ni del dolor, pero es la principal víctima del mismo y por él muere.
Se trata de algo que está pasando ahora, quizás mientras lees estas líneas, siempre, todos los días, pues desde que existe Creación, también existe reciprocidad. Por ello, Zundel nos habla de los «dos huertos», el primero, aquel huerto por el cual deambularon desnudos los primeros padres, no es más que la imagen pretérita del segundo huerto, el de la agonía, “donde el pecado original adquiere por fin todo su sentido en la muerte de Dios”. No hay otro momento en la historia de la humanidad en el cual resuene la inocencia de Dios hasta taladrarnos el corazón que la agonía de Jesucristo en Getsemaní. “Jesús está ahí, tan pobre, tan abandonado, tan hundido por el dolor, que busca entre sus Apóstoles una amistad que estos no le dan”.
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Dios es inocente y su grito de inocencia reverbera en el debate de Jesús, cuerpo a cuerpo, inexpresable, con la muerte para vencer nuestra muerte con la propia, con la única finalidad de pudiéramos ver el rostro de un Dios que no deja de estar cerca de nosotros, cerca de ti, de mí, de todos y cada uno de nosotros, y que, por ello, nunca deja de querer en nosotros la armonía. En Jesús podemos contemplar “a un Dios herido de muerte por el mal, herido de muerte por todas las veces que le negamos el amor”, pero que, a pesar de todo, no deja de esperarnos.
Lo que Camus logra ver, el escándalo del pecado, la desgracia del hombre que se entrega a un Dios que lo aplasta. Lo que no logra ver, y no puede hacerlo, como tantos otros antes, hoy y seguramente mañana, es que detrás de ese escándalo hay un Amor infinito y eterno que no cesa de velar por nosotros, de esperarnos y de llamarnos por nuestro nombre. Lo que no logran ver muchos es que ese Amor nada puede hacer sin nosotros, ya que ese mismo amor es la esencia de nuestra libertad, una libertad que se dirige hacia nuestra libertad y no puede nada sin ella, sin su consentimiento. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga