En la vida cotidiana si una persona va caminando por las calles de su ciudad o lugar donde habita, se va encontrando cómo las personas van rompiendo las reglas establecidas para una vida en convivencia; El ultraje de las reglas sociales se manifiesta desde tirar basura a la calle en lugares donde se supone no se debe, o con situaciones más graves como no pagar su pasaje en el sistema de transporte de la ciudad, o personas que transitan por donde no deberían poniendo en riesgo la vida de transeúntes y demás.
Y en ese sentido, es como si la vida se tratase de un juego donde el que más reglas rompa, es el mejor, es el más “vivo”, “inteligente” y todos los adjetivos con que se le quiera calificar. Pero, la realidad es que está afectando la vida de todos con tal de satisfacer su propio bien o su propio ego.
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A pesar de que las personas saben que está mal lo que hacen, hay entre ellas una argumentación vana y escabrosa, tratándose de la infundada y paradójica reflexión popular “las reglas se hicieron para romperse.” De este modo, en el lenguaje cotidiano de las personas se encuentra que este refrán popular es tan vigente y cada vez más famoso, que las personas se adhieren a éste para actuar según sus intereses.
El origen de la ética y la regulación de los comportamientos humanos
Ahora bien, preguntarnos por el origen de las normas o la ética, no es tan sencillo como preguntarse de dónde provienen los meteoros. Según Mary Midgley es preguntar “porqué se han de obedecer las normas” de las cuales surge el conflicto. La filósofa inglesa continúa diciendo que, para responder la inquietud con respecto al origen de las normas éticas, “es necesario considerar imaginarse cómo habría sido la vida antes de las reglas”, de este modo,
“La gente tiende a mirar hacia atrás, preguntándose si existió en alguna ocasión un estado «inocente» y libre de conflictos en el que se impusieron las normas, un estado en el que no se necesitaban normas, quizás porque nadie quiso nunca hacer nada malo.”
Continuando con la idea anterior, la vida de las primeras personas se sugiere que era el nomadismo, familias pequeñas que se movían de un lugar a otro, buscando recursos y habitaban allí mientras duraban los mismos. Luego, el hombre “descubrió” que se podía sembrar y podía ya establecerse en un sitio y sobrevivir allí, dando paso al sedentarismo.
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Seguramente varias familias comenzaron a unirse, dando los primeros pasos de la vida en sociedad. Según algunos filósofos griegos y la teoría de Thomas Hobbes, sobre todo expuesta en el contrato social, “la ética surge como respuesta a las dificultades que surgirían en la sociedad cuando las personas comienzan a reunirse”. Tal y como afirma el filósofo moderno:
“Tan pronto se reunieron, el conflicto fue inevitable y el estado de naturaleza fue entonces, según expresa Hobbes, «una guerra de todos contra todos»”
De esta manera, el tema de la violencia presente en los orígenes de la sociedad, tiene como respuesta establecer una serie de normas, para que las personas no se hagan daño y puedan vivir en comunidad. Surge, así pues, la finalidad de la política según Aristóteles: proponer normas, de tal forma que tengan como objetivo el bien común.
¿Qué ha pasado con nuestra ética?
La nueva pregunta que surge es: si han pasado miles de años, desde que se establecieron las sociedades, y en medio de ellas las normas que permitieran una vida en paz y bien común, ¿por qué aún no se es consciente de la necesidad de respetar estas normativas sociales? La respuesta quizás sea igual de difícil a la del origen de la ética, pero ¿Qué sería de un deporte sin reglas, o un cristiano sin las obras de misericordia o los mandamientos? Cada uno actuaría según su interés particular y podría fácilmente pasar por encima de la vida del prójimo, generando un mundo caótico y lleno de violencia, guerra y muerte.
Por eso, la invitación del mismo Cristo Jesús es que cada cristiano católico y/o ciudadano de cualquier país del mundo es a que “sean santos como vuestro padre celestial es santo” (Mt 5, 48). Es decir, que piensen en el prójimo, que amen al coterráneo, y sobre todo que puedan encontrar su felicidad personal en el servicio a los demás en la búsqueda del bien común, aunque implique esfuerzo y sacrificio.
Maicol Adrian Castro/ Diario Católico