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Fe y COVID-19: ¿Cómo conciliar bondad divina con sufrimiento humano?

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Sebastián Sansón Ferrari – Uruguay

¿Cómo se explica desde la filosofía la existencia del mal que tanto remece a las personas?

Es un tema siempre vigente, un gran enigma para la vida humana. Cada tradición ha tratado de dar respuesta, aunque siempre hay un límite desbordado por la propia experiencia del sufrimiento y del mal en el mundo. En las tradiciones de la India el tema se resuelve con la Ley del Karma, con el orden eterno que entiende que todo tiene su causa, su razón de ser. En el budismo la raíz del sufrimiento está en los deseos humanos y en el apego al mundo. En la filosofía griega casi siempre se lo vio como imperfección del bien, como “no ser” frente al “ser”. En gran parte de la tradición islámica se lo pensó como un misterio sometido a la voluntad de Dios, por lo cual Dios sabe la razón, aunque el hombre no lo comprenda. En las tradiciones judías antiguas la idea de retribución hizo pensar que el mal era consecuencia de las infidelidades y pecados del pueblo, es decir, consecuencia de los pecados de nuestros antepasados, una idea que todavía se predica en algunas teologías evangélicas actuales. En la filosofía dos autores referentes serán San Agustín y Leibniz, que siendo ambos cristianos influirán en toda la tradición del pensamiento occidental para resolver el dilema de un Dios todopoderoso y bueno que permite el mal.

¿Se puede pensar esta situación de pandemia, dolor y crisis generalizada a nivel mundial como un castigo de Dios hacia la humanidad?

Desde mi perspectiva cristiana, es obvio que no. La fe cristiana sostiene que Dios nos ha creado libres y que el mundo no es una prolongación de la divinidad, por lo tanto, tiene límites. Muchos de los males que vivimos son consecuencia de los actos humanos, y otros males que se experimentan como tales son en realidad el propio límite de la naturaleza que lo vivimos dramáticamente, como rebelándonos contra los acontecimientos naturales, las enfermedades y la misma muerte. El cristianismo también afirma la existencia de una dimensión metafísica del mal, pero allí las teologías difieren bastante. Lo común a toda la tradición es que el amor de Dios vence al mal, pero no anula la libertad. Dios no manda males, no crea el mal, ni decide sufrimientos sobre nadie. San Pablo en la carta a los romanos escribe que Dios permite el mal y que de él saca cosas buenas, pero no que sea el querer de Dios.

Entonces, ¿dónde está Dios en el medio de la pandemia y del sufrimiento de tantas personas? ¿Bajo qué claves humanas y racionales se puede explicar lo que pasa?

Para los cristianos, Dios está en medio del sufrimiento, porque quien ama sufre con los que ama, hace suyo su dolor y lo abraza, jamás lo abandona. Pero otra cosa es que pueda cambiar esa realidad como a nosotros nos parezca. En la cruz se revela el amor que rescata y libera del abismo de la soledad al sufriente. Un Dios que, él mismo por amor, ha abrazado todo dolor y todo mal haciéndolo propio, no mira desde lejos a sus hijos. La revelación cristiana hace estallar algunas categorías metafísicas sobre lo divino. Puede parecer una locura para ciertas lógicas de un dios filosófico que tiene que conciliarse con ciertas ideas sobre la omnipotencia y la impasibilidad, pero la revelación cristiana enseña que Dios es amor y que por ello se vuelve vulnerable libremente, se abre a la aceptación o al rechazo de la humanidad, abre un espacio de libertad que a muchos los deja perplejos porque es la paradoja de que su ser todopoderoso no es un poder que aplasta, sino un amor infinito que se nos escapa en el misterio.

Por otra parte, el Dios revelado en Jesucristo no es un Dios que nos programe el futuro ni que decida por nosotros. La voluntad de Dios no siempre coincide con las cosas que suceden, porque de lo contrario no habría libertad, estaríamos determinados por designios divinos sin posibilidad de elegir. Insisto: para los cristianos, que Dios permita algo no quiere decir que lo quiera.

¿Hasta dónde se puede “estirar” o “exigir” la fe cuando solo se ve y se vive un drama? ¿Cómo se vive y se puede superar una crisis de fe en un contexto de este tipo?

La fe es confianza, pero no una confianza “ciega” como suele decirse. Que sea creer sin evidencia no significa que se crea cualquier cosa. Ser creyente no es ser crédulo. La fe no es ingenuidad ni un sentimiento positivo, ni una ilusión sin fundamento. Es una confianza lúcida, de quien sabe en quién se ha confiado, de que, aunque no tiene evidencias, tiene la certeza de que puede confiar. Es la fe de María al pie de la cruz cuando todo parecía acabar con toda promesa y esperanza, y sin embargo esperó contra todo pronóstico negativo y sin adivinar el futuro.

Las crisis son siempre oportunidades para crecer, donde se pierde mucho y también se ganan nuevos horizontes para pensar y vivir la vida. El contenido de la fe cristiana, lo que se cree, es un horizonte de sentido que permite vivir la vida desde una mirada nueva y distinta. Nadie por ser creyente o ateo tiene asegurado que le vaya mejor, todos por igual sufrimos y vamos a morir. La diferencia para las personas de fe, es que por más duro que sea lo que toque vivir, se sabe que no se está solo en el dolor, que el mal no tiene la última palabra, que siempre hay esperanza aunque todo parezca oscuro. Y no es una ilusión subjetiva para reconfortarse, sino una certeza en la que se apoya la vida entera. El contenido de la fe cristiana no es algo útil para consolarse en el sufrimiento, sino una certeza sobre la verdad del sentido de la vida. Para los cristianos el sentido no se inventa, sino que se descubre, porque la vida tiene un sentido y no lo creamos nosotros, sino que lo encontramos, o mejor dicho, nos dejamos encontrar por él. Además, la fe cristiana no ofrece recetas para sentirse bien ni libros de autoayuda, sino que revela el sentido último de la existencia.

¿Qué reflexiones le plantea una crisis como la actual? ¿Qué aprendizaje podemos obtener hasta ahora?

El denominador común a todo lo que se vive es como si estuviéramos redescubriendo las cosas más elementales de nuestra condición humana y teniendo que reconfigurar nuestra escala de valores. Veníamos viviendo a una velocidad inmanejable y de golpe todo se detiene. ¿Hacia dónde mirar? ¿Qué nos depara el futuro incierto? ¿Qué es lo que realmente queremos hacer con nuestra vida?

Un virus nos ha puesto prueba en lo más valioso de nuestra humanidad y ha puesto patas para arriba prioridades y proyectos personales. Ha mostrado de lo que es capaz el miedo y la ansiedad, pero también de lo que somos capaces cuando el amor vence al miedo y al egoísmo, cuando dejamos todo de lado porque lo más importante está en juego. Nos ha hecho salir de un individualismo exacerbado hacia un sentido de familia humana que ya no es un simple eslogan, sino una experiencia real y cotidiana que trasciende todas las fronteras.

Una pandemia nos recuerda que, aunque no nos gusten los límites, existen. La enfermedad y la muerte no distinguen color de piel, ni ideologías, ni poder económico, ni prestigio ni lugar geográfico. A su vez, nos hace más humildes: no lo sabemos todo ni lo podemos todo. Todos caemos con la misma debilidad ante lo que afecta nuestra salud. El individualismo se quiebra cuando descubrimos que lo que les sucede a los demás tiene que ver conmigo y que lo que hago o dejo de hacer tiene un efecto directo sobre los demás, que no es verdad que cada uno puede hacer lo que quiera sin que eso afecte a otros. ¿No traerá esta crisis también una mayor toma de conciencia del cuidado del medio ambiente, de los demás, de la propia salud y de una política que dé más relevancia a la ética cívica? Esperemos que sí. Pero como somos seres libres que somos, gran parte del futuro dependerá de las decisiones individuales e institucionales.

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